El taxi de Ramón el de “Chuchina” nos trasladó a la estación de Baeza, el lugar más cercano donde llegaba el tren. Emprendí esa aventura acompañada de mi padre. Con nosotros iban otras dos personas: al mayor le llamaban Francisco el de "El Chatillo". Una de sus hijas era muy amiga mía, pero ella se quedaba en el pueblo con su madre y su hermana, hasta que el padre encontrara trabajo y vivienda. El otro, era un muchacho algo más joven que yo, de la familia de los Valdivia. No recuerdo nada más sobre él y tampoco tengo ni idea de por dónde anda.
El castillo de Bedmar |
Yo acababa de cumplir los quince años y dejaba atrás el paisaje que me vio crecer y que tardé en descubrir: Sierra Mágina. Las calles empedradas de la Carrera; el llano, en la parte alta de El Terrero, lugar de mis juegos y correrías infantiles, bajo la mirada atenta y escrutadora de mi abuela, que no me quitaba ojo de encima; eso sí, siempre con su labor en las manos. Adiós al viejo castillo; una imagen que era algo así como la seña de identidad del pueblo. Todo lo que hasta ese momento había tenido valor para mí, lo iba a perder: mi madre, mis abuelos, mis primas, mis amigas, mi hermanilla, a la que desde pequeña aprendí a cuidar y proteger… Mi mundo estaba a punto de ser engullido por ese otro del que sabía bien poco, casi nada: Barcelona.
Bedmar en los años 50 |
Mi memoria no alcanza a recordar muchos detalles sobre cómo eran los vagones; quizás pudiera hacer literatura y recrearlos, diciendo que sus asientos eran de madera, que tenían unos departamentos, donde los viajeros intercambiaban todo tipo de viandas y conversaciones, e intentaban de vez en cuando echar una cabezadita, para aliviar el cansancio. Pero no, lo único que sí recuerdo con claridad y debo contar es que, las veinticuatro horas que duró el viaje, transcurrieron en el descansillo de uno de los vagones, sentados sobre las humildes maletas de madera o de cartón, cuando no, encima de los bultos, bolsas, mantas y demás bártulos, con los que nos marchábamos a la ciudad.
El Sevillano |
Mis tíos ya llevaban tres años viviendo en la ciudad y nos acogerían en su casa, hasta que mi padre pudiera alquilar una vivienda para todos. Sólo entonces mi madre, mi hermano, a punto de acabar sus estudios, y la pequeña de la casa, se reunirían con nosotros. Mientras tanto, mi padre y yo íbamos abriendo camino en la ciudad. No sé quién cuidaba a quien, esa es la verdad, porque de pronto me convertí en ama de casa, ya que los hombres en aquella época no se acercaban a la cocina y ni se acordaban de que había que lavar la ropa o hacer la cama. El día 17 de abril de 1966, sobre las 10 de la noche, llegamos a la Estación de Francia. Nos dirigimos, en taxi, hacia el barrio donde vivían mis tíos. En el trayecto, el corazón saltaba dentro de mi pecho, no precisamente de gozo, sino por la incertidumbre, el desasosiego y el miedo que aquella situación me causaba. Me enfrentaba a una nueva vida, pero con un nada desdeñable agravante: ya no tenía a mi madre para marcarme el camino y para cuidar de mí. Creo que en esos primeros momentos no fui consciente de la gran pérdida que suponía para mí lo que dejaba atrás; tal vez porque era muy joven y tenía delante un mundo, que, por un lado, me asustaba, pero que por otro, me atraía y estaba lleno de promesas y posibilidades. Tenía que aprovecharlo.
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