domingo, 17 de abril de 2016

El Sevillano

El taxi de Ramón el de “Chuchina” nos trasladó a la estación de Baeza, el lugar más cercano donde llegaba el tren. Emprendí esa aventura acompañada de mi padre. Con nosotros iban otras dos personas: al mayor le llamaban Francisco el de "El Chatillo". Una de sus hijas era muy amiga mía, pero ella se quedaba en el pueblo con su madre y su hermana, hasta que el padre encontrara trabajo y vivienda. El otro, era un muchacho algo más joven que yo, de la familia de los Valdivia. No recuerdo nada más sobre él y tampoco tengo ni idea de por dónde anda.


El castillo de Bedmar

Yo acababa de cumplir los quince años y dejaba atrás el paisaje que me vio crecer y que tardé en descubrir: Sierra Mágina. Las calles empedradas de la Carrera; el llano, en la parte alta de El  Terrero, lugar de mis juegos y correrías infantiles,  bajo la mirada atenta y escrutadora de mi abuela, que no me quitaba ojo de encima; eso sí, siempre con su labor en las manos. Adiós al viejo castillo; una imagen que era algo así como la seña de identidad del pueblo. Todo lo que hasta ese momento había tenido valor para mí, lo iba a perder: mi madre, mis abuelos, mis primas, mis amigas, mi hermanilla, a la que desde pequeña aprendí a cuidar y proteger… Mi mundo estaba a punto de ser engullido por ese otro del que sabía bien poco, casi nada: Barcelona. 
Bedmar en los años 50
Aquella era la primera vez que veía un tren, y por supuesto, la primera vez que viajaba en ese medio. Tal era el aislamiento y la sencillez en el que había transcurrido mi vida hasta ese momento. A mi pueblo llegaban varios coches de línea semanales y muy pocas personas disponían de vehículo propio. Es natural que para una adolescente como yo, aquello fuese una auténtica aventura. Sólo han transcurrido cuarenta y cinco años de eso, pero… ¡El país era tan diferente…! Desde principio de los años sesenta, cuando tanta gente se tuvo que marchar a trabajar a Alemania, Suiza, Francia, Cataluña, Navarra, País Vasco, Madrid…, ya se oía hablar de El Sevillano; un tren en el que viajamos miles de andaluces, camino del Levante y de Cataluña. 

Mi memoria no alcanza a recordar muchos detalles sobre cómo eran los vagones; quizás pudiera hacer literatura y recrearlos, diciendo que sus asientos eran de madera, que tenían unos departamentos, donde los viajeros intercambiaban todo tipo de viandas y conversaciones, e intentaban de vez en cuando echar una   cabezadita, para aliviar el cansancio. Pero no, lo único que sí recuerdo con claridad y debo contar es que, las veinticuatro horas que duró el viaje, transcurrieron en el descansillo de uno de los vagones, sentados sobre las humildes maletas de madera o de cartón, cuando no, encima de los bultos, bolsas, mantas y demás bártulos, con los que nos marchábamos a la ciudad. 

 No es de extrañar que a media noche te despertaras con alguna cabeza descansando sobre tu brazo o tu hombro, según la altura del vecino; entonces, con disimulo, te movías y cada cual se volvía a su lugar. Estoy segura que aquellos sencillos roces no tenían la más mínima mala intención: simplemente el cansancio y la postura no se podían aguantar de otro modo. Durante el día, procurábamos   movernos por los pasillos, por cierto, repletos de paquetes y abarrotados de personas que iban de un lado para otro. No siempre era fácil tener a mano una ventanilla donde asomarse y contemplar el variadísimo paisaje por el que transitaba nuestro tren. Por eso, casi siempre, se compartía ese privilegio con alguien y se aprovechaba para entablar conversación, incluso para hacer alguna nueva y efímera amistad. ¡Eran tantas horas…! Mi encuentro con un muchacho moreno, de ojos negros, que debía tener dieciséis o diecisiete años, es algo que no he olvidado. Estuvimos muy cerca durante todo el viaje y tuvimos ocasión de hacernos con una ventana, en la que pasamos varias horas contemplando el paisaje y charlando de nuestras cosas.
El Sevillano
Al pasar por el Levante, cerca ya de Tarragona, el mar nos sorprendió en plena conversación. Estaba anocheciendo y era difícil distinguir el color del agua y delimitar con exactitud la línea del horizonte, cuyos perfiles se teñían de distintas tonalidades, todas igual de hermosas. Es difícil describir algo tan novedoso, la inmensidad, la terrible belleza de aquella gran masa de agua, que hasta entonces sólo era una fantasía, una imagen cinematográfica como mucho… La gente de tierra adentro, como es mi caso, suele recordar ese momento mágico en el que se encuentra con el mar. Para nosotros, es un medio ciertamente ajeno, siempre misterioso y que percibimos como algo amenazante. Para mi compañero de viaje, aquello no era nuevo. Se había marchado a Barcelona al cumplir los catorce años. Justo la edad para poder empezar a trabajar; un alivio para sus padres, jornaleros sin tierra y con un puñado de hijos que alimentar. No recuerdo su nombre, pero sí que tenía un trabajo en Correos. Yo por entonces, además de joven, era muy tímida, y mucho más con los chicos de mi edad. Sin embargo, pasamos mucho tiempo charlando; él, haciendo gala de su experiencia en la ciudad, me aconsejaba sobre cómo tenía que comportarme en el nuevo mundo que me esperaba. Yo, escuchaba y compartía con él mis sueños, mis miedos…, y seguro que las expectativas que me habían hecho abandonar mi casa, sin saber muy bien qué me iba a encontrar. Gracias que al llegar a Barcelona, sabía que habría alguien esperándonos.
Mis tíos ya llevaban tres años viviendo en la ciudad y nos acogerían en su casa, hasta que mi padre pudiera alquilar una vivienda para todos. Sólo entonces mi madre, mi hermano, a punto de acabar sus estudios, y la pequeña de la casa, se reunirían con nosotros. Mientras tanto, mi padre y yo íbamos abriendo camino en la ciudad. No sé quién cuidaba a quien, esa es la verdad, porque de pronto me convertí en ama de casa, ya que los hombres en aquella época no se acercaban a la cocina y ni se acordaban de que había que lavar la ropa o hacer la cama. El día 17 de abril de 1966,   sobre las 10 de la noche, llegamos a la Estación de Francia. Nos dirigimos, en taxi, hacia el barrio donde vivían mis tíos. En el trayecto, el corazón saltaba dentro de mi pecho, no precisamente de gozo, sino por la incertidumbre, el desasosiego y el miedo que aquella situación me causaba. Me enfrentaba a una nueva vida, pero con un nada desdeñable agravante: ya no tenía a mi madre para marcarme el camino y para cuidar de mí. Creo que en esos primeros momentos no fui consciente de la gran pérdida que suponía para mí lo que dejaba atrás; tal vez porque era muy joven y tenía delante un mundo, que, por un lado, me asustaba, pero que por otro, me atraía y estaba lleno de promesas y posibilidades. Tenía que aprovecharlo.

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