La noche se nos había echado encima mucho antes de llegar a la ciudad. El
cansancio había hecho mella, sobre todo en las personas mayores; más de
veinticuatro horas de viaje dejan extenuado al cualquiera. Sin embargo, los más
jóvenes, aún teníamos energía para asomarnos a las ventanas del
tren, mientras éste iba situándose en la vía correspondiente, para entrar en la
Estación de Francia, con aquel traqueteo eterno.
Los viajeros se habían empezado a colocar cerca de las salidas, nerviosos y
expectantes; de manera que ahora los pasillos eran un hervidero de
gente: no había posibilidad de pasar de un vagón a otro. Mientras, los
departamentos habían quedado desocupados, aunque eso sí, los restos del
larguísimo trayecto estaban a la vista: migajas de pan, papeles de periódico y
envoltorios de los fiambres que se habían consumido en el camino; colillas
y cenizas de cigarrillo… En fin, el rastro de un éxodo multitudinario. En
los andenes, la multitud se agolpaba y buscaba el rostro conocido de algún
familiar o vecino.
El andén de la estación de Francia |
Cuando vi a mi primo junto a su padre, me
tranquilicé, porque entrar en Barcelona daba una sensación muy extraña;
aquellas extensiones de bloques de viviendas paralelas a la vía, las miles de
luces que salpicaban el enorme espacio… ¿Cómo íbamos a saber llegar a la casa
de mi tía, si no era acompañados de alguien…? Bajamos por las empinadas
escaleras de hierro, medio mareados y un poco asustados.
Aunque estábamos en primavera, yo iba cubierta con un
viejo abrigo de color verdoso, que mi madre me obligó a llevarme
para el viaje. Recuerdo ese detalle porque mi primo, un muchacho de mi misma
edad, me hizo tomar conciencia, con un mordaz y desagradable comentario, de
lo viejo y anticuado que era. Y es que, los que ya llevaban unos
años en la ciudad, se consideraban ya como de una nueva casta; o al menos
pretendían diferenciarse de los pueblerinos recién llegados., aunque no siempre
lo conseguían.
Como todo el mundo, buscamos un taxi libre; ardua
tarea, ya que el tren venía atiborrado y el medio de transporte más usado era
ese. Ni que decir tiene que en el año 66 pocos eran los que disponían de su
propio vehículo. Lo que recuerdo con total nitidez es la
montaña de Montjuit. Desde el paseo de Colón se veía muy bien la iluminación de
aquel montículo, que poco tiempo más tarde conocería y disfrutaría, ya que el
Parque de Atracciones era un lugar estupendo para pasar los días de fiesta con
mis primas. En ese momento me pareció una imagen algo fantasmagórica,
sobrecogedora… estaba acostumbrada a un mundo muy pequeño, a espacios que casi
podía agarrar con mis propias manos y aquello me resultaba
inabarcable.
La montaña de Montjuit, vista desde cerca del puerto |
El taxi transitaba por aquellas larguísimas calles,
para mí totalmente ajenas. Yo mantenía los ojos muy abiertos y me sentía algo
mareada, como siempre que subía en un coche. Pero aguanté,
respirando hondo. No quería dar problemas ni parecer una pueblerina. El trecho
entre la estación y el barrio de La Verneda-Sant Martí, se me hizo eterno.
Ahora ya sé que el tiempo del trayecto no pudo ser más de veinte o treinta
minutos, pero el cansancio y las emociones hacían mella en mí; al fin y al cabo
no era más que una niña de quince años.
Mi tía Mª Dolores se había instalado dos años antes en
la calle Menorca, en unos bloques de pisos recién hechos, entre la Avenida
Guipúzcoa, y el Puente del Trabajo. Tenían una vivienda relativamente amplia,
con tres habitaciones, un comedor, cocina y baño. Cuando entré en la casa, no
daba crédito a mis ojos; aquello me pareció un palacio. Y es que era la primera
vez que iba a vivir en un sitio con baño y con tantas habitaciones.
Una de las avenidas que transcurren por el barrio |
Me sorprendió lo desolado del barrio. Enfrente del
bloque de mis tíos, se elevaban unos cuantos edificios en obras, que se me
antojaban rascacielos: tenían más de diez plantas. El resto de lo que pude ver
aquella noche, era algo así como una ciudad a medio hacer: grandes extensiones
de terreno sin edificar, convivían con avenidas como la Guipúzcoa, cuyo final
llegaba a la fábrica de Coca Cola, que era como la entrada en San Adrián de El
Besós.
Hasta el día siguiente no advertí que justo detrás del
bloque color verde de mi familia, había una pequeña iglesia, que a mí me
pareció vieja, aunque pasado el tiempo supe que era de estilo Románico. Y
muy cerca, subiendo un sendero, desnudo de cualquier edificio,
solitario y algo abandonado, una enorme hilera de chabolas, a ambos
lados del puente de El Trabajo, hacían de frontera entre dos barrios
vecinos: La Sagrera y la Verneda-Sant Martín de Provençals.
Núcleo Medieval. Detrás los bloques más bajos donde fui a vivir. Los altos los estaban construyendo |
El paisaje rural de Sant Matí. |
Sant Martí, los huertos alrededor y los bloques a la derecha en la actualidad |
Imágenes del ambiente de la otra Perona |
Me ha gustado mucho, tu biaje y recorrido. un bgran beso teresa de la niña de la Perona.
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